LIBRO SOBRE LAS GLORIAS DE LA NUEVA MILICIA
A LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
A Hugo, caballero de Cristo y maestre de su milicia, Bernardo de Clarivaux, abad sólo de nombre, lucha en noble combate.
Una, y dos, y hasta tres veces, si mal no recuerdo, me has pedido, Hugo amadísimo, que escriba para ti y para tus compañeros un sermón exhortatorio. Como no puedo enristrar mi lanza contra la soberbia del enemigo, deseas que al menos haga blandir mi pluma, e insistes en que os ayudaría no poco, levantando vuestros ánimos, ya que no me es posible hacerlo con las armas.
Hasta ahora lo he diferido, no por menospreciar tu petición, sino para no ser tildado de precipitación y ligereza, por dejarme llevar de mis primeros impulsos. Pensaba también que otro más capaz que yo podría hacerlo mejor y que no debía entremeterme en un asunto de tanto interés y tan vital, para que al final saliera algo mucho menos provechoso. Pero después de esperar en vano tanto tiempo, me decido a escribir lo que yo pueda. Si no, terminarías creyendo que ya no se trataba de incapacidad mía, sino de mala voluntad. Ahora el lector dirá si le he dejado satisfecho. Hice cuanto pude para colmar tus deseos; no será culpa mía si alguien lo tiene que rechazar totalmente o no encuentra lo que esperaba.
SERMÓN EXHORTATORIO A LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
Corrió por todo el mundo la noticia de que no ha mucho nació una nueva milicia precisamente en la misma tierra que un día visitó el Sol que nace de lo alto, haciéndose visible en la carne. En los mismos lugares donde él dispersó con brazo robusto a los jefes que dominan en las tinieblas, aspira esta milicia a exterminar ahora a los hijos de la infidelidad en sus satélites, para dispersarlos con la violencia de su arrojo y liberar también a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David su siervo.
Es nueva esta milicia. Jamás se conoció otra igual, porque lucha sin descanso combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso, y contra las fuerzas espirituales del mal. Enfrentarse sólo con las armas a un enemigo poderoso, a mí no me parece tan original ni admirable. Tampoco tiene nada extraordinario –aunque no deja de ser laudable- presentar batalla al mal y al diablo con la firmeza de la fe; así vemos por todo el mundo a muchos monjes que lo hacen por este medio. Pero que una misma persona se ciña la espada; valiente, y sobresalga por la nobleza de su lucha espiritual, esto sí que es para admirarlo como algo totalmente insólito.
El soldado que reviste su cuerpo con la armadura de acero y su espíritu con la coraza de la fe, ése es el verdadero valiente y puede luchar seguro en todo trance. Defendiéndose con esta doble armadura, no puede temer ni a los hombres ni a los demonios. Porque no se espanta ante la muerte el que la desea. Viva o muera, nada puede intimidarle a quien su vida es Cristo y su muerte una ganancia. Lucha generosamente y sin la menor zozobra por Cristo; pero también es verdad que desea morir y estar con Cristo porque le parece mejor.
Marchad, pues, soldados, seguros al combate y cargad valientes contra los enemigos de la cruz de Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrá privarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de peligro diciéndoos: Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. ¡Con cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices mueren los mártires en el combate! Alégrate, valeroso atleta, si vives y vences en el Señor; pero salta de gozo y de gloria si mueres y te unes íntimamente con el Señor. Porque tu vida será fecunda y gloriosa tu victoria: pero una muerte santa es mucho más apetecible que todo eso. Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor?
Siempre tiene su valor delante del Señor la muerte de sus santos, tanto si mueren en el lecho como en el campo de batalla. Pero morir en la guerra vale mucho más, porque también es mayor la gloria que implica. ¡Qué seguro se vive con una conciencia tranquila! Sí; ¡Que serenidad se tiene cuando se espera la muerte sin miedo e incluso se la desea con amor y es acogida con devoción! Santa de verdad y de toda garantía es esta milicia, porque está exenta del doble peligro que amenaza casi siempre a la condición humana, cuando la causa que defiende una milicia no es la pura defensa de Cristo.
Cuántas veces entras en combate, tú que militas en las filas de un ejército exclusivamente secular, deberían espantarte dos cosas: matar al enemigo corporalmente y matarte a ti mismo espiritualmente, o que él pueda matarte a ti en cuerpo y alma. Porque la derrota o victoria del cristiano no se mide por la suerte del combate, sino por los sentimientos del corazón. Si la causa de tu lucha es buena, no puede ser mala su victoria en la batalla; pero tampoco puede considerarse como un éxito su resultado final cuando su motivo no es recto ni justa su intención.
Si tú deseas matar al otro y él te mata a ti, mueres como si fueras un homicida. Si ganas la batalla, pero matas a alguien con el deseo de humillarle o de vengarte, seguirás viviendo, pero quedas como un homicida, y ni muerto ni vivo, ni vencedor ni vencido, merece la pena ser un homicida. Mezquina victoria la que, para vencer a otro hombre, te exiges que sucumbas antes frente a una inmoralidad; porque si te ha vencido la soberbia o la ira, tontamente te ufanas de haber vencido a un hombre. Puede ser que haya que matar a otro por pura autodefensa, no por el ansia de vengarse ni por la arrogancia del triunfo. Pero yo diría que ni en ese caso sería perfecta la victoria, pues entre dos males, es preferible morir corporalmente y no espiritualmente. No porque maten al cuerpo muere también el alma: sólo el alma que peca morirá.
LA MILICIA SECULAR
Entonces, ¿cuál puede ser el ideal o la eficacia de una milicia, a la que yo mejor llamaría malicia, si en ella el que mata no puede menos de pecar mortalmente y el que muere ha de perecer eternamente? Porque, usando palabras del Apóstol: El que ara tiene que arar con esperanza, y el que trilla, con esperanza de obtener su parte.
Vosotros, soldados, ¿cómo os habéis equivocado tan espantosamente, qué furia os ha arrebatado para veros en la necesidad de combatir hasta agotaros y con tanto dispendio, sin más salario que el de la muerte o el del crimen? Cubrís vuestros caballos con sedas; cuelgan de vuestras corazas telas bellísimas; pintáis las picas, los escudos y las sillas; recargáis de oro, plata y pedrerías bridas y espuelas. Y con toda esta pompa os lanzáis a la muerte con ciego furor y necia insensatez. ¿Son éstos, arreos militares o vanidades de mujer? ¿O crees que por el oro se va a amedrentar la espada enemiga para respetar la hermosura de las pedrerías y que no traspasará los tejidos de seda?
Vosotros sabéis muy bien por experiencia que son tres las cosas que más necesita el soldado en el combate: agilidad con reflejos y precaución para defenderse; total libertad de movimientos en su cuerpo para poder desplazarse continuamente; y decisión para atacar. Pero vosotros mimáis la cabeza como las damas, dejáis crecer el cabello hasta que os caiga sobre los ojos; os trabáis vuestros propios pies con largas y amplias camisolas; sepultáis vuestras blandas y afeminadas manos dentro de manoplas que las cubren por completo. Y lo que todavía es más grave, porque eso os lleva al combate con grandes ansiedades de conciencia, es que unas guerras tan mortíferas se justifican con razones muy engañosas y muy poco serias. Pues de ordinario lo que suele inducir a la guerra –a no ser en vuestro caso- hasta provocar el combate es siempre pasión de iras incontroladas, el afán de vanagloria o la avaricia de conquistar territorios ajenos. Y estos motivos no son suficientes para poder matar o exponerse a la muerte con una conciencia tranquila.
LA NUEVA MILICIA
Mas los soldados de Cristo combaten confiados en las batallas del Señor, sin temor alguno a pecar por ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo. Para ellos, morir o matar por Cristo no implica criminalidad alguna y reporta una gran gloria. Además, consiguen dos cosas: muriendo sirven a Cristo, y matando, Cristo mismo se les entrega como premio. El acepta gustosamente como una venganza la muerte del enemigo y más gustosamente aún se da como consuelo al soldado que muere por su causa. Es decir, el soldado de Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor seguridad aún.
Si sucumbe, él sale ganador; y si vence, Cristo. Por algo lleva la espada; es el agente de Dios, el ejecutor de su reprobación contra el delincuente. No peca como homicida, sino –diría yo- como malicida, el que mata al pecador para defender a los buenos. Es considerado como defensor de los cristianos y sabemos que no ha perecido, sino que ha llegado a su meta. La muerte que él causa es un beneficio para Cristo. Y cuando se la infieren a él, lo es para sí mismo. La muerte del pagano es una gloria para el cristiano, pues por ella es glorificado Cristo. En la muerte del cristiano se despliega la liberalidad del Rey, que le lleva al soldado a recibir su galardón. Por ese motivo se alegrará el justo al ver consumada la venganza. Y podrá decir: Hay premio para el justo, hay un Dios que hace justicia sobre la tierra. No es que necesariamente debamos matar a los paganos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte, para que no pase el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad.
Si al cristiano nunca le fuese lícito herir con la espada. ¿Cómo pudo el precursor del Salvador aconsejar a los soldados que no exigieran mayor soldada que la establecida y cómo no condenó absolutamente el servicio militar? Si es una profesión para los que Dios destinó a ella, por no estar llamados a otra más perfecta, me pregunto: ¿quiénes podrán ejercerla mejor que nuestros valientes caballeros?
Porque gracias a sus armas tenemos una ciudad fuerte en Sión, baluarte para todos nosotros; y arrojados ya los enemigos de la ley de Dios, puede entrar en ella el pueblo justo que se mantiene fiel. Que se dispersen las naciones belicosas; ojalá sean arrancados todos los que os exasperan, para excluir de la ciudad de Dios a todos los malhechores, que intentan llevarse las incalculables riquezas acumuladas en Jerusalén por el pueblo cristiano, profanando sus santuarios y tomando por heredad suya los territorios de Dios. Hay que desenvainar la espada material y espiritual de los fieles contra los enemigos soliviantados, para derribar todo torreón que se levante contra el conocimiento de Dios, que es la fe cristiana, no sea que digan las naciones: ¿Dónde está su Dios?
Una vez expulsados los enemigos, volverá él a su casa y a su parcela. A esto se refería el Evangelio cuando decía: Vuestra casa se os quedará desierta. Y se lamenta con las palabras del profeta: He abandonado mi casa y desechado mi heredad. Pero hará que se cumplan también estas otras profecías: El Señor redimió a su pueblo y lo rescató de una mano más poderosa. Vendrán entre aclamaciones a la altura de Sión y afluirán hacia los bienes del Señor. Alégrate ahora Jerusalén, y fíjate como ha llegado el día de tu salvación. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones. Doncella de Jerusalén, habías caído y no tenías quien te levantara. Ponte en pie, sacúdete el polvo, Jerusalén cautiva, hija de Sión. Ponte en pié, sube a la altura, mira el consuelo y la alegría que te trae tu Dios. Ya no te llamarán “abandonada”, ni a tu tierra “devastada”; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra será habitada. Levanta los ojos en torno y mira: todos éstos se reúnen para venir a ti. Este el auxilio que te envía desde el santuario.
Por medio de ellos se te está cumpliendo la antigua promesa: Te haré el orgullo de los siglos, la delicia de todas las edades; mamarás la leche de los pueblos, mamarás al pecho de los reyes. Y más abajo: Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo; en Jerusalén seréis consolados. Ya veis con que testimonios tan antiguos y tan abundantes se aprueba esta nueva milicia y cómo lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad de Dios, del Señor de los ejércitos.
Pero es importante, con todo, no darles a estos textos una interpretación literal que vaya contra su sentido espiritual. No sea que dejemos de esperar a que se realice plenamente en la eternidad lo que ahora aplicamos al tiempo presente por tomar al pie de la letra las palabras de los profetas. Pues la que ya estamos viendo haría evaporarse la fe que tenemos en lo que aún no vemos; la pobre realidad que ya poseemos nos haría desvalorar todo lo demás que esperamos, y la realidad de los bienes presentes nos haría olvidar la de los bienes futuros. Por lo demás, la gloria temporal de la ciudad terrena no destruye la de los bienes celestiales, sino que la robustece, con tal de que no dudemos un momento que es sólo una figura de la otra Jerusalén que está en los cielos, nuestra Madre.
LA VIDA DE LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
Digamos ya brevemente algo sobre la vida y costumbres de los caballeros de Cristo, para que les imiten o al menos se queden confundidos los de la milicia que no lucha exclusivamente para Dios, sino para el diablo; cómo viven cuando están en guerra o cuando permanecen en sus residencias. Así se verá claramente la gran diferencia que hay entre la milicia de Dios y la del mundo.
Tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, observan una gran disciplina y nunca falla la obediencia, porque, como dice la Escritura, el hijo indisciplinado perecerá. Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación; van y vienen a voluntad del que lo dispone, se visten con lo que les dan y no buscan comida ni vestido por otros medios. Se abstienen de todo lo superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible. Viven en común, llevan un tenor de vida siempre sobrio y alegre, sin mujeres y sin hijos. Y para aspirar a toda la perfección evangélica, habitan juntos en un mismo lugar, sin poseer nada personal, esforzándose por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Diríase que es un multitud de personas en la que todos piensan y sienten lo mismo, de modo que nadie se deja llevar por la voluntad de su propio corazón, acogiendo lo que les mandan con toda sumisión.
Nunca permanecen ociosos ni andan merodeando curiosamente. Cuando no van en marchas –lo cual es raro-, para no comer su pan ociosamente se ocupan en reparar sus armas o coser sus ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se dedican a lo que les mande su maestre inmediato o trabajan para el bien común. No hay entre ellos favoritismos; las deferencias son para el mejor, no para el más noble por su alcurnia. Se anticipan unos a otros en las señales de honor. Todos arriman el hombro a las cargas de los otros y con eso cumplen la ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmuración, ni el ruido más remiso queda sin represión en cuanto descubierto.
Están desterrados el juego de ajedrez o el de los dados. Detestan la caza y tampoco se entretienen –como en otras partes- con la captura de aves al vuelo. Desechan y abominan a bufones, magos y juglares, canciones picarescas y espectáculos de pasatiempo por considerarlos estúpidos y falsas locuras. Se tonsuran el cabello, porque saben por el Apóstol que al hombre le deshonra dejarse el pelo largo. Jamás se rizan la cabeza, se bañan muy rara vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo, negros por el sol que les abrasa y la malla que les protege.
Cuando es inminente la guerra, se arman en su interior con la fe y en su exterior con el acero sin dorado alguno; y armados, no adornados, infunden el miedo a sus enemigos sin provocar su avaricia. Cuidan mucho de llevar caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color de su pelo ni sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan la victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admirados; nunca van en tropel, alocadamente, como precipitados por su ligereza, sino cada cual en su puesto, perfectamente organizados para la batalla, todo bien planeado previamente, con gran cautela y previsión, como se cuenta de los Padres.
Los verdaderos israelitas marchaban serenos a la guerra. Y cuando ya habían entrado en la batalla, posponiendo su habitual mansedumbre, se decían para sí mismos: ¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen; no me repugnarán los que se te rebelan? Y así se lanzan sobre el adversario como si fuesen ovejas los enemigos. Son poquísimos, pero no se acobardan ni por su bárbara crueldad ni por su multitud incontable. Es que aprendieron muy bien a no fiarse de sus fuerzas, porque esperan la victoria del poder del Dios de los Ejércitos.
Saben que a él le es facilísimo, en expresión de los Macabeos, que unos pocos envuelvan a muchos, pues a Dios lo mismo le cuesta salvar con unos pocos que con un gran contingente; la victoria no depende del número de soldados, pues la fuerza llega del cielo. Muchas veces pudieron contemplar cómo esto, como milagrosamente, son a la vez más mansos que los corderos y más feroces que los leones. Tanto que yo no sé cómo habría que llamarles, si monjes o soldados. Creo que para hablar con propiedad, sería mejor decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del monje con la intrepidez del soldado. Hemos de concluir que realmente es el Señor quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Dios se los escogió para sí y los reunió de todos los cofines de la tierra; son sus siervos entre los valientes de Israel, que, fieles y vigilantes, hacen guardia sobre el lecho del verdadero Salomón. Llevan al flanco la espalda, veteranos de muchos combates.
EL TEMPLO
Hay un templo en Jerusalén en el que ellos viven juntos, muy distinto por su estructura de aquel antiguo y famosísimo de Salomón, pero no inferior por la gloria que contiene. Toda la magnificencia del primitivo se cifraba en el oro y en la plata perecederos, en la más perfecta sillería de sus piedras y en la profusa variedad de sus maderas. Por el contrario, todo el arte de este otro y la decoración de su agradable belleza nacen de la piadosa religiosidad de los que allí moran y de su santa vida. Aquél era admirado por la riqueza de su ornamentación; éste es venerado por las muchas virtudes y obras piadosas de los soldados. También la santidad es el adorno de la casa del Señor. El se complace más en el decoro de la virtud que en la pulimentación de los mármoles, porque prefiere la pureza del corazón a las paredes de oro.
Por todas partes cuelgan escudos, que cubren los muros en lugar de las antiguas coronas de oro. En vez de candelabros, incensarios y copas valiosísimas, la casa está invadida de bridas, sillas de montar y lanzas. Todo está proclamando que a estos soldados les devora el mismo celo del templo de Dios que consumió a su propio adalid cuando, armada su santísima diestra no con la espada, sino con un azote, que él mismo se hizo de cordeles, entró en el templo, echó a todos los negociantes, desparramó las monedas de los cambistas, volcó sus mesas y los puestos de los vendedores de palomas; porque consideraba indigno que la casa de oración estuviera sacrílegamente infestada de traficantes.
Este devoto ejército sigue conmovido por ejemplo de su Rey. Y cree que es mucho más indigna e intolerable la profanación del santuario por los actuales infieles que la invasión de aquellos mercaderes. Esta es la razón que les mantiene estables con sus caballos y armas en aquel lugar santo. Después de haber arrojado violentamente de los demás santos lugares toda la inmundicia de la infidelidad con su furor satánico, se entregan día y noche a santas y provechosas ocupaciones. Honran a porfía el templo de Dios con su culto asiduo y sincero; inmolan en él con devoción continua, no los animales del antiguo ritual, sino las verdaderas víctimas pacíficas del amor fraterno, de la devota sumisión y de la pobreza voluntaria.
Está sucediendo esto en Jerusalén y se conmueve el orbe entero. Lo escuchan las islas, se enteran los pueblos remotos y hierven todos desde Oriente a Occidente, como un torrente en crecida, como acequias rebosantes que alegran la ciudad de Dios, para inundarla con la gloria de todas las naciones.
Pero lo más consolador y extraordinario es que, entre tantísimos como allá se marchan, son muy pocos los que antes no hayan sido unos malvados e impíos: ladrones y sacrílegos, homicidas, perjuros y adúlteros. Por eso, su marcha acarrea de hecho dos grandes bienes y es doble también la satisfacción que provocan; a los suyos, por su partida; a los de aquellas regiones, por su llegada para socorrerlo. Es una ventaja para todos: para unos, porque les defienden; para los otros, porque se libran de ellos. También en Egipto se alegran de su marcha y en el monte Sión saltan de gozo las hijas de Judá, porque llegan en su auxilio. Y con razón. Aquí respiramos liberados de sus manos y allí son rescatados por la fuerza de su brazo. En su patria pierden con gran satisfacción a sus más crueles devastadores; en Jerusalén acogen con gozo a sus fieles defensores. Oriente goza con dulcísimo consuelo y Occidente siente un saludable desconsuelo. Cristo puede vengarse también de sus enemigos de dos maneras a su vez: primero vence a sus mismos soldados con su conversión, y después se sirve de ellos habitualmente para conseguir otra victoria mayor y más gloriosa. Es algo maravilloso y una gran solución que, después de haber sufrido él tanto tiempo sus agresiones, queda ahora disponer de ellos como defensores; que el mismo que convirtiera a Saulo de perseguidor en predicador, haga ahora del enemigo su propio soldado. No me extraña, pues –como dice el Salvador-, que en el cielo cause más alegría un pecador que se enmienda que muchos otros justos que no necesitan enmendarse. Porque la conversión de un pecador trae muchos más bienes que los males de su vida anterior.
Salve, ciudad santa, en la que el Altísimo consagró su morada, para que en ella se salvara toda una generación. Salve, ciudad del gran Rey, donde siempre, desde sus orígenes, ha sido posible contemplar nuevas maravillas, que consuelan al mundo entero. Salve, primera entre las naciones, princesa de las provincias, heredad de los patriarcas, madre de los profetas y apóstoles, germen de la fe, alegría del pueblo cristiano. Dios consintió que fueras asaltada continuamente, para ser después instrumento de salvación y santidad en estos valientes caballeros.
Salve, tierra de la promesa, que manabas leche y miel sólo para sus habitantes, y ahora brindas al mundo entero medicinas de salvación y alimentos de vida. Tierra buena, inmejorable, que, acogiendo en tu fecundísimo seno la semilla guardada en el arca del corazón del Padre, diste una cosecha tan copiosa de mártires y además produjiste el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno en todos los estados de vida cristiana. Los que han gozado de tu presencia, saciados de gozo pro su maravillosa dulzura, van proclamando por el mundo entero el recuerdo de la tierra la grandeza de tu gloria a los que no la conocen, pregonándola con los prodigios que en ti se realizan. ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios! Pero pasemos ya a enumerar algunas de las delicias que apuráis en ella para alabanza y gloria de tu nombre.
BELÉN
Empezaremos por Belén, que significa “casa del pan”, alimento de las almas santas conde comenzó a hacerse visible el pan vivo bajado del cielo, al darle a la luz la Virgen. Allí los mansos animales comparten su pesebre con el heno del prado virginal; así conoce el buey y su amo y el asno reconoce el pesebre de su señor.
Toda la carne es heno y su belleza como flor campestre. El hombre, sin comprender la dignidad con la que fue coronado, se hizo como un animal que perece y descendió hasta su nivel. Por eso la Palabra, pan de los ángeles, se hizo alimento para los animales y así tienen heno carnal para rumiar. Se trata del hombre, que se olvidó totalmente de comer el pan de la Palabra, hasta que, devuelto a su primera dignidad por el Hombre-Dios, pudiera decir con San Pablo; Aun cuando hayamos conocido a Cristo según la carne, sin embargo, ahora ya no lo conocemos así. Pero pienso que nadie puede decirlo de verdad a no ser que, como Pedro, haya escuchado de boca de la Verdad: Las palabras que yo os he dicho son espíritu y vida; mas la carne para nada sirve. Por eso el que encuentra la vida en la Palabra de Cristo ya no necesita de su carne, y entra en al número de los que sin haber visto han creído. Tampoco necesita beber leche más que el niño, ni nadie se alimenta de heno más que el jumento.
Quien no falla cuando habla es un hombre adulto, capaz de alimentarse con manjares fuertes. Aunque tenga que comerlo con el sudor de su frente, se alimenta del pan de la palabra sin traicionarla. Y puede hablar con seguridad a los perfectos sobre la sabiduría de Dios, explicando temas espirituales a los hombres espirituales.
Pero con los inmaduros, que son como jumentillos, debe llevar cautela, tratando sólo de lo que pueden captar, es decir, de Jesús, y éste crucificado. Porque el niño sólo es capaz de rumiar el bocado de los pastos celestiales, y el adulto los masca. Por eso al niño únicamente le sirve de alimento, pero al adulto le da fuerzas.
NAZARET
Vamos ahora a Nazaret, que quiere decir “flor”, la aldea donde fue creciendo el Dios que había nacido en Belén, a la manera como en la flor se va desarrollando el fruto. Así precedió su aroma al sabor del fruto; su bálsamo perfumado embelesó el olfato de los profetas y llegó al paladar de los apóstoles. Los judíos se limitaron a olfatearlo y fueron, finalmente, los cristianos quienes llegaron a saborear se exquisita sazón.
Natanael percibió también la fragancia de esta flor, porque exhalaba una suavidad mucho más aromática que todas las demás. Por eso preguntó: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Y totalmente insatisfecho sólo con el perfume, siguió a Felipe, que le decía: Ven y lo verás. Embriagado con unas gotas de aquel finísimo perfume, ávido de saborearlo ya por la emanación de tan agradable aroma, dejándose llevar por el mismo bálsamo, no descansó hasta tomar su fruto, ansiando palpar la experiencia plena de lo que ligeramente había presentido y degustar así, como algo inmediato, lo que desde lejos había percibido.
Consideremos ahora el perfume que respiró Isaac; no sea que presagiara algo que ahora nos interesa para lo que venimos tratando. La Escritura nos lo cuenta así: En cuanto percibió el aroma de su traje –es decir, el de Jacob-, exclamó: Aroma de un campo que bendijo el Señor es el aroma de mi hijo. Aspiró la fragancia de sus ropas, como si fuera una flor, pero no reconoció la presencia del que las vestía. Externamente sintió su agradable impresión, pero no saboreó la dulzura del fruto interior, y además se quedó sin reconocer al hijo de su elección y sin comprender aquel misterio. ¿Adónde voy con todo esto?
El ropaje del espíritu es la letra y la carne del Verbo. Es lo que les pasa a los judíos. Que ni ahora reconocen el Verbo en la carne, ni su divinidad en el Hombre, ni perciben el sentido espiritual encerrado bajo las pieles de la letra. Palpan por encima el vellón del cabritillo que se parece al hijo mayor, es decir, al primer pecador. Pero no llegan a la verdad desnuda. Porque no vino en carne de pecado, sino en semejanza de carne de pecado, ya que él no lo cometió, sino que vino a quitarlo. Se revistió de esas trazas con una sola finalidad, que no la ocultó: Para que los ciegos le vean y los que lo ven se queden sin ver.
Engeñado el patriarca por esta semejanza de pecado y ciego como estaba, bendijo al que no reconoció y no supo descubrir en los signos al que palpita vivo en los libros. A pesar de que está palpándole con sus manos, apresándole, flagelándole, abofeteándole, no le reconocerá ni después de resucitado. Si lo hubieran reconocido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria.
Ahora vamos a recorrer los demás santos lugares, y aunque no podemos detenernos para admirar todos sus detalles, diremos al menos algo de lo más importante para recordarlo sucintamente.
EL MONTO DE LOS OLIVOS Y EL VALLE DE JOSAFAT
Se sube al monte de los Olivos, y al bajar entras en el valle de Josafat. Así puedes ir pensando en los tesoros de la divina misericordia, pero sin ocultar tu temor al juicio de Dios.
Efectivamente, Dios es generosísimo para el perdón por su gran misericordia, pero sus sentencias son como el océano inmenso, y en ellas se manifiesta terrible con el hombre. De alguna manera se refiere David al monte de los Olivos cuando dice: Tú socorres a hombres y animales. ¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Y alude en el mismo en el mismo salmo al valle del juicio: Que no me pisotee el pie del soberbio, que no me eche fuera la mano del malvado. Reconoce además el espanto con el que aterra caer en ese precipicio, pidiéndole al Señor con otro salmo: Mi carne se estremece con tu amor y me dan miedo tus juicios. El soberbio se despeña y se estrella contra este valle. Pero el humilde desciende suavemente sin temor alguno. El soberbio justifica su pecado y el humilde lo reconoce, porque sabe que Dios no juzga dos veces una misma cosa; así que si nos juzgamos a nosotros mismos, no seremos juzgados.
Además, el soberbio, a quien nada le preocupa lo horrendo que es caer en manos del Dios vivo, se inclina fácilmente a la maldad, pretextando excusas para sus pecados. Mucho te engañas cuando no te compadeces de ti mismo y después de haber pecado rechazas el único remedio de la confesión. Es lo mismo que encubrir el fuego que te ha caído dentro del seno en vez de sacudírtelo inmediatamente. Sigue, pues, este consejo del sabio: Ten misericordia de tu alma sirviendo a Dios. El que es tacaño consigo, ¿con quién será generoso? Ahora mismo comienza el juicio contra el mundo y ahora el jefe de este mundo va a ser echado fuera, es decir, de tu corazón, si humillándote te juzgas a ti mismo.
Desde lo alto convoca Dios cielo y tierra, para entrar en juicio contra su pueblo, y te sorprende sin haberte juzgado tú a ti mismo, teme seriamente ser condenado con el diablo y sus ángeles. En cambio, el hombre de espíritu puede enjuiciarlo todo, mientras que a él nadie puede enjuiciarle. Por eso el juicio está empezando por el templo de Dios, y cuando llegue a los suyos los encontrará juzgados ya. Nada le quedará por juzgar cuando vengan a juicio los que no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás.
EL JORDÁN
¡Cómo se alegran las aguas del Jordán cuando se les acercan los cristianos, orgulloso él de haber sido consagrado por el bautismo del Señor! Mintió el sirio aquél, enfermo de lepra, cuando antepuso no se qué aguas de Damasco a los ríos de Israel. Porque nuestro río Jordán en distintas ocasiones nos ha demostrado que es un siervo dócil del Señor. Cuando, reteniendo milagrosamente el ímpetu de sus corrientes, dejó seco su lecho para que pasaran a pie enjuto Elías y Eliseo. Y evocando tiempos más remotos aún, cuando lo atravesó Josué con todo su pueblo. Ningún río tan famoso como él. ¿Hay alguno otro que fuera consagrado con la presencia casi patente de la Trinidad? Allí resonó la voz del Padre, se dejó ver sensiblemente el Espíritu Santo y se bautizó el Hijo. Con razón, pues así lo dispuso Cristo, experimenta ahora todo el pueblo fiel aquel mismo poder que sintió en su cuerpo Naamán por haber aceptado el consejo del profeta.
EL CALVARIO
A la salida de Jerusalén está el Calvario, donde unos chiquillos descarados se rieron del verdadero Eliseo y él les mostró su sonrisa eterna, diciéndoles: Soy yo con mis hijos, los que me dio el Señor. Hijos buenos, tan distintos de aquellos tan maliciosos. El salmista les invitaba a la alabanza con estas palabras: Alabad, niños del Señor, alabad el nombre del Señor, sacando así hasta de la boca de los niños de pecho una alabanza que no brotó de aquellos otros envidiosos, de quien se queja diciendo: Hijos he criado y educado, y ellos se han rebelado contra mí.
Allí subió a la cruz nuestro calvo, expuesto al mundo a favor del mundo, a cara descubierta y con la frente sin tapar, mientras expiaba los pecados. No se avergonzó de la ignominia de una muerte infame y cruel, hasta el extremo de no horrorizarle semejante condena, para librarnos del oprobio eterno y devolvernos la gloria. Nada extraño, pues no tenía por qué avergonzarse el que nos salvó de los pecados, no como el agua que ablanda, pero no quita las manchas, sino como los rayos del sol que las elimina y devuelve la blancura. Así es la sabiduría de Dios, que lo penetra todo con su pureza.
EL SEPULCRO
Entre todos los lugares santos y añorados, es el sepulcro el que se lleva la primacía, por así decirlo. Siéntese en el sitio donde descansó el cadáver del Señor un no sé qué de especial devoción, más intensa que en los demás lugares donde vivió. Porque el recuerdo de la muerte mueve más a la piedad que el de la vida. Pienso que la vida es más severa y la muerte más entrañable; pues la quietud serena del sueño agrada a la debilidad humana más que las fatigas de la vida. La relajación de la muerte halaga más que la tensión de la vida. La vida de Cristo es para mí una exigencia y su muerte una liberación de la muerte. Su vida me enseñó a vivir; su muerte destruyó la mía. Su vida fue penosa y su muerte no menos valiosa: las dos fueron necesarias. Porque ni la muerte de Cristo le sirve de nada al que vive mal, ni su vida al que muere indignamente. ¿Acaso la muerte de Cristo puede sin más librar de la muerte eterna a los que viven de mala manera hasta el momento de su muerte? ¿Pudo redimirles su santidad personal a los santos Padres que murieron antes de Cristo? Bien claro está escrito: ¿Quién vivirá sin ver la muerte, quien sustraerá su vida a la garra del abismo?
Precisamente porque necesitamos tanto a las dos cosas, nos enseñó Cristo a vivir en la santidad y a morir en la paz. Para ello serenó a la muerte muriendo, porque pereció, mas para resucitar. Así nos dio la esperanza de la resurrección a los que hemos de morir.
Hay que alegar todavía un tercer aspecto positivo, sin el cual de nada servirían los dos anteriores: perdonó también los pecados. Cara a la eterna bienaventuranza, ¿Qué premio habría conseguido la vida más perfecta y más larga de cualquiera, si sigue atado a un solo pecado, aunque sea el original? Porque hubo por delante un pecado del que se siguió la muerte: si el hombre no lo hubiera cometido, nunca habría experimentado la muerte.
Pero, al pecar, perdió la vida y encontró la muerte, exactamente como Dios se lo había avisado con antelación. Justo era que, si pecaba, muriese. ¿Podría aplicársele una ley más justa que la del talión? Dios es la vida del alma y el alma es la vida del cuerpo. Al pecar voluntariamente, pierde también voluntariamente la vida: luego, aunque contra su voluntad, seguirá sin poder recuperar la vida. Libremente rechazó la vida, porque no quiso vivir; por tanto, tampoco podrá comunicarla a quien él quiera ni de la manera que quiera. Si el alma no quiso sujetarse a Dios, tampoco podrá dominar el cuerpo. Si no obedeció al superior, ¿qué derecho tiene para mandar al inferior? El creador se encontró con su criatura en rebelión frente a él; aguante ahora el alma la rebeldía de su esclavo. El hombre quebrantó la ley divina; por eso encontrará en sus miembros otra ley que lucha contra los criterios de su espíritu, y le hace prisionero de la ley del pecado. Tal como está escrito: Son nuestras culpas las que crean separación entre Dios y nosotros.
Por eso también la muerte crea la separación entre nuestro cuerpo y nosotros. El alma sólo pudo separarse de Dios pecando, y el cuerpo sólo puede separarse del alma muriendo. ¿Te parece acaso tu castigo desproporcionado por su rigidez, cuando sólo te obliga a soportar en tu cuerpo lo mismo que tú osaste cometer en tu espíritu contra el Creado? Nada más trajo la muerte corporal. La muerte del pecado acarreó la muerte como castigo. Así que una muerte voluntaria impuso una muerte inevitable.
Ya está condenado el hombre a esta doble muerte en cuanto a ser compuesto, una espiritual y voluntaria, y la otra corporal e irremediable. El Dios hecho hombre se ofreció generosa y eficazmente con una única muerte corporal y voluntaria, para vencer con la suya nuestras dos muertes. Así tenía que ser. Pues una de ellas era debida al castigo del pecado, y la otra a la deuda contraída por la pena. Asumiendo el castigo sin contraer culpa, muere libremente sólo con la muerte corporal, y merece a nuestro favor la vida y la justificación. Si no hubiese padecido corporalmente, no habría pagado la deuda; y si no hubiese muerto voluntariamente, su muerte no habría contraído mérito alguno. Pero, ya queda dicho, si el pecado merece la muerte y la muerte es la deuda del pecado, al borrar Cristo el pecado muriendo por los pecadores ya no existe la culpa y la deuda queda saldada.
¿Y cómo sabemos que Cristo pudo borrar el pecado? Indudablemente porque es Dios y puede cuanto quiere. ¿Pero cómo sabemos que es Dios? Lo prueban sus milagros: el hizo cosas que ningún otro hombre puede hacerlas. Lo atestiguan los oráculos de los profetas y el testimonio del Padre, que descendió hasta él desde el cielo envolviéndolo con su gloria. Si Dios está a nuestro favor, ¿Quién puede estar en contra? Dios es el que perdona, ¿quién podrá condenar? Si al mismo Dios y a ningún otro es a quien confesamos cada día: contra ti solo pequé, ¿podríamos encontrar alguien capaz de perdonar mejor el pecado cometido contra el mismo Dios? ¿Y cómo no va a poder el que todo lo puede? Incluso yo mismo, si quiero, puedo perdonar a los que me ofenden. ¿Y Dios no va a poder perdonar a quienes le ofenden a él? Por tanto, si el omnipotente tiene poder para perdonar los pecados, y sólo él puede hacerlo porque sólo contra él pecamos, dichoso el que está absuelto de su culpa. Sabemos, pues, que Cristo, porque es Dios, pudo perdonar los pecados.
¿Quién duda de que también quiere perdonarlos? El que asumió nuestra carne y sufrió la muerte, ¿podría negarnos su gracia? Voluntariamente se encarnó, voluntariamente padeció, voluntariamente fue crucificado. ¿Nos privará precisamente de su misericordia? Ya sabemos que pudo perdonarlos porque es Dios. Al hacerse hombre nos demostró que también lo quiso.
Nos queda por saber si además pudo vencer la muerte. Tenemos certeza de que lo consiguió con toda justicia, porque sin merecerla la padeció. Entonces no hay razón para que se nos exija lo que él pagó ya por nosotros. El que levantó el castigo del pecado, dándonos su propia santidad, ese mismo saldó la deuda de la muerte y nos devolvió la vida. Muerta, pues, la muerte, vuelve la vida; quita el pecado, se recupera la gracia. Huya la muerte ante la muerte de Cristo y nos apropiamos de la gracia de Cristo.
¿Es que podía morir el que era Dios? Claro; porque también era hombre. Pero ¿en virtud de que podría valerle a otro su muerte? Porque también era justo. Así que por ser hombre pudo morir; y por ser justo, no debía morir inútilmente. Es cierto que un pecador no puede liquidar por otro pecador. La deuda de la muerte, pues cada cual muere por su propio pecado. Pero el que no tiene que morir por su culpa personal, ¿debe morir inútilmente por otro? No. Y cuanto más humillante sea la muerte del que no la merecía, más justo será que viva aquel por quien ha muerto.
Quizá te preguntes “qué clase de justicia es esa que obliga a morir al inocente por un culpable”. No es justicia, sino misericordia. Si fuese justicia ya no moriría gratuitamente, sino para pagar una deuda. Y si muriese para pagar una deuda personal, él moriría ciertamente, pero aquel por quien iba a morir no viviría. Es cierto que no podemos hablar de justicia, pero tampoco de injusticia; pues, de lo contrario, no sería a la vez justo y misericordioso.
Podrías insistir aún: “Concedido que el justo pueda satisfacer válidamente por el injusto. Pero ¿cómo puede uno solo satisfacer por todos? Porque parece propio de la justicia que la muerte de uno no pueda devolver la vida más que a otro”. Ya respondió a esto el Apóstol: Lo mismo que por el delito de uno solo recayó sobre todos los hombres la condenación, así por la acción justa de uno solo recae sobre todos los hombres la justificación que da la vida; es decir, como la desobediencia de aquel único hombre constituyó pecadores a la humanidad, así también por la obediencia de uno la humanidad quedará constituida justa. Y si puede devolver el perdón a todos, ¿no podrá también devolverles la vida? Si un hombre trajo la muerte, también un hombre trajo la resurrección de los muertos: es decir, lo mismo que por Adán todos mueren, así también por Cristo todos recibirán la vida.
Resulta que pecó uno solo y a todos los toman por culpables. Y la inocencia de uno solo, ¿va a contar sólo para el inocente? El pecado de uno acarreó la muerte para todos; y la felicidad de uno, ¿va a devolver la vida solamente a uno? Si fuera así, la justicia de Dios habría servido más para condenar que para salvar. Es decir, que habría podido más Adán para el mal que Cristo para el bien. A mí se me imputaría el pecado de Adán, pero no me pertenecería la acción justa de Cristo. Resulta que me perdió la desobediencia del primero y no me sirve de nada la obediencia del segundo.
Podrías contestarme: “Es lógico que hayamos contraído el pecado de Adán justamente, porque todos pecamos en él; cuando él pecó, nosotros estábamos en él y hemos sido engendrados en su carne por la concupiscencia de la carne”. Sí; es verdad. Pero también nacimos de Dios, según el espíritu, de un modo mucho más íntimo que el nacimiento de Adán según la carne. E incluso estuvimos en Cristo según el espíritu mucho antes que en Adán según la carne. También nosotros confiamos estar incluidos entre aquellos de quienes dice el Apóstol: Antes de crear el mundo nos eligió con él, es decir, con el Padre en el Hijo. Porque hemos nacido de Dios, como lo atestigua el evangelista Juan: No de linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por deseo de varón, sino que nacen de Dios.
Y él mismo nos dice en una carta: Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque lo conserva la generación celestial. Pero puedes seguir objetando: “La concupiscencia carnal testifica nuestro origen carnal, y el pecado que sentimos en la carne pone de manifiesto que descendemos en la carne de lo carnal de un pecador”. A pesar de esto, te insisto en que la generación espiritual no se hace sentir en la carne, sino en el corazón, pero sólo entre aquellos que puedan decir con Pablo: Nosotros tenemos el sentido y el espíritu de Cristo. Por eso experimentan un cambio tan grande que ellos también se atreven a decir: Ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y aquello otro: Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el espíritu que viene de Dios: Así conocemos a fondo los bienes que Dios nos ha dado. Por el espíritu que Dios nos ha dado, el amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones. Pero, también por la carne que proviene de Adán, está enquistada en nuestros miembros la concupiscencia. Y así como ésta, que desciende del que engendró nuestro cuerpo, nunca se retira de la carne en la vida mortal, así también el amor que procede del Padre de los espíritus permanece para siempre en la voluntad de los hijos, al menos de los perfectos.
Por tanto, si hemos nacido de Dios y hemos sido elegidos en Cristo, no sería justo que la generación humana y terrena fuese más eficaz para el mal que la divina y celestial para el bien; que la procesión carnal supere el designio de Dios; que la concupiscencia de la carne heredada temporalmente anule el plan eterno de Dios. Si por un solo hombre entró la muerte, ¿por qué un solo hombre, y de tal categoría, no podía darnos una vida superior? Si todos morimos en Adán, ¿por qué no vamos a revivir todos en Cristo con mayor vitalidad? No hay proporción entre el delito y la gracia; pues el juicio de un solo delito acabó en sentencia condenatoria; mientras la gracia a partir de una multitud de delitos acabó en liberación. Por tanto, Cristo pudo perdonar los pecados por ser Dios, y pudo morir, como hombre que era, para pagar la deuda de la muerte, porque también era justo. De este modo, bastó un solo hombre para devolver a todos la justificación y la vida, igual que el pecado y la muerte de uno se había propagado a todos.
Estaba también previsto, como algo totalmente necesario, que este hombre, retrasando la hora de su muerte, se dignara convivir algún tiempo con los hombres. De esta manera podía elevarlos hacía lo invisible con su frecuente predicación de la verdad; podía infundirles la fe con sus signos milagrosos y enderezarlos en sus costumbres con la rectitud de su vida. Después de haber vivido el hombre Dios en este mundo sobria, recta y piadosamente, predicó la verdad y realizó maravillas hasta llegar a padecer lo más abyecto. Así ha quedado consumada nuestra salvación.
Añadamos además la gracia del perdón de los pecados, por el cual quedamos absueltos graciosamente de nuestros crímenes y se ve ya rematada la obra de nuestra liberación. No debemos temer que Dios no tenga poder para perdonar los pecados, o que no desee perdonarlos, cuando fue capaz de padecer tanto y de tantas maneras por los pecadores. Lo que importa es que ahora nosotros nos esforcemos en vivir dignamente, como es de justicia; que imitemos sus ejemplos y veneremos sus milagros, para no ser incrédulos a su mensaje e ingratos a sus padecimientos.
Todo lo de Cristo nos ha servido, todo fue fecundo, todo fue necesario para nuestra salvación; tanto su debilidad como su majestad. Si por la fuerza de su divinidad bastó su palabra para librarnos del yugo del pecado, por la debilidad de su carne fue suficiente su muerte para abolir los derechos de la muerte. Por eso dice atinadamente el Apóstol: La debilidad de Dios es más potente que los hombres. Toda una locura para salvar al mundo. Para confundir su sabiduría, para desconcertar a los sabios. A pesar de su condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Era rico y se hizo pobre por nosotros. Era grande y se hizo pequeño. Era un ser excelente y se hizo humilde. Era poderoso y se hizo débil. Pasó, hambre, sed, cansancio. Todo lo demás que hubo que sufrir lo asumió libremente, sin coacción alguna. Semejantes locuras son para nosotros, en el camino de la prudencia, una norma de justicia, un ejemplo de santidad. De nuevo nos lo insinúa el Apóstol: La locura de Dios es más sabía que los hombres.
Su muerte nos libró de la muerte; su vida, del error; y su gracia, del pecado. La muerte consumó la victoria gracias a su fidelidad, porque el fiel, pagando lo que no había robado, recobró con todo derecho lo que no había perdido.
Cumplió maravillosamente en todo su proceder con lo que luego sería para nosotros espejo y modelo de vida y sumisión. Finalmente, su gracia, como ya hemos dicho, perdonó los pecados con el mismo poder con el que hizo todo cuanto quiso. La muerte de Cristo es, pues, muerte de mi muerte, porque él murió para que yo viva. ¿Es posible que no viva ya aquel por quien murió el que es la Vida? ¿Quién puede temer extraviarse por el camino de la virtud o desorientarse en el conocimiento de la verdad, llevando por guía a la Sabiduría misma? ¿Cómo puede ser considerado como reo el que fue absuelto por la Justicia misma? El afirma en el Evangelio que es la vida cuando dice: Yo soy la Vida. Y el Apóstol le atribuye estos dos títulos: Fue constituido por Dios Padre justicia y sabiduría para nosotros.
Pero, si el régimen del espíritu de la vida nos ha liberado del régimen del pecado y de la muerte, ¿cómo se explica que todavía tengamos que morir y no nos revistamos inmediatamente de la inmortalidad? Para que no falle la veracidad de Dios. Como Dios ama la misericordia, y la fidelidad a sí mismo, el hombre a de morir necesariamente, pues así lo había predicho Dios. Pero también debe resucitar, para que no creamos que se ha olvidado de su misericordia. De esta manera, la muerte, aunque no ejerce su dominio sobre nosotros para siempre, reina todavía un tiempo sobre nosotros. Igual que el pecado. Tampoco impera sobre nuestro cuerpo mortal, mas no por eso desaparece del todo. Por esta razón Pablo se gloriaba de sentirse liberado de la esclavitud del pecado, pero inmediatamente se lamentará de que en cierto sentido sigue abrumado bajo otra ley de la muerte, suspirando por verse liberado de su cuerpo.
Sean éstas, u otras parecidas, las consideraciones que el sepulcro sugiere a la sensibilidad del cristiano, según la inspiración que a cada uno le domine, pienso que quienes puedan contemplar el lugar mismo de la sepultura del Señor se sentirán como poseídos de la más dulce e intensa devoción, y que les hará un gran bien poder contemplar con sus propios ojos. Pues, aunque está vacío sin su sagrado cuerpo, lo llenan nuestros más entrañables y profundos misterios. Nuestros –he dicho- y muy nuestros, si somos capaces de enardecernos por lo que nos dice el Apóstol y que lo creemos con tanta firmeza: Aquella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos sepultó con él, para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezaremos una vida nueva. Además, si hemos quedado incorporados a él por una muerte semejante a la suya, ciertamente lo estaremos también por una resurrección semejante.
¡Qué satisfacción tan agradable experimentan los peregrinos, después de pasar tantas fatigas durante su largo viaje, lleno de peligros por tierra y por mar, al descansar por fin en el mismo lugar donde saben que reposó su Señor! Yo me imagino que con esta alegría quedan atrás los sinsabores del camino y olvidan la cuantía de sus gastos. Como si ya hubiesen conseguido como premio de sus penalidades la meta de su carrera, al decir de la Escritura, se sienten transportados de gozo al hallar su sepulcro.
No ha sido casual, ni repentino, ni un sospechoso fervor popular lo que ha dado tanta celebridad a este sepulcro, cuando ya tantos siglos atrás profetizó Isaías claramente: Aquel día la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: lo buscarán las naciones y será glorioso su sepulcro. Realmente podemos comprobar cómo se ha cumplido cuanto dicen los profetas. Para los que ahora lo ven, parece una novedad; mas para quienes lo vieron en la Escritura, ya es muy viejo. Así sentimos el gozo de lo nuevo y no nos quedamos sin la garantía de lo antiguo. Creo que con esto son ya suficientes nuestras consideraciones sobre el sepulcro.
BETFAGÉ
¿Qué podré decir de Betfagé, la aldea de los sacerdotes, de la que por poco me olvido, la que guarda el sacramento de la confesión y el misterio del servicio sacerdotal? Efectivamente, Betfagé quiere decir “casa de la boca”. Ya lo dice la Escritura: A tu alcance está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Debes recordar que ahí, en los dos, tienes la palabra. Por eso levanta en el corazón del pecador la contrición salvadora, y esa misma palabra en la boca arranca la vergüenza perniciosa, para que no le frene la necesaria confesión. Porque nos dice la Escritura: Hay un pudor que lleva al pecado y un pudor que lleva a la gloria. Por el pudor bueno de avergüenzas de haber pecado o estar pecando, aunque absolutamente nadie lo sepa. Ese pudor hace que reverencies la mirada de Dios con mayor respeto que la de los hombres. No en vano sabes que Dios es más puro y lo conoce todo mejor que cualquiera. Y recuerdas que a él le ofende más gravemente el pecador cuanto más infinitamente lejos de él está el pecado. Esta clase de pudor aleja toda ignominia, atrae la gloria, porque rechaza de plano el pecado, o una vez cometido, lo satisface con la penitencia y lo elimina con la confesión. Con todo, debe quedar claro que nuestra gloria radica también en el testimonio de la propia conciencia.
Mas cuando se avergüenza de confesar el pecado, aunque le duela haberlo cometido, estamos ante el otro pudor que lleva al pecado y echa a perder la gloria de la conciencia. Entonces la compunción se violenta para arrojar el mal desde lo profundo del corazón; pero un pudor tonto que le cierra herméticamente los labios, no le deja sacarlo afuera, cuando lo mejor sería poder decir con David: No he cerrado los labios, Señor, tú lo sabes. Pienso que recriminándose a sí mismo a cuenta de este pudor necio e insensato, dice en otro salmo: Porque callé se consumían mis huesos. Esto le decide a colocar una guardia en su boca y un centinela a la puerta de sus labios, para abrir su boca a la confesión y cerrarla a toda justificación de sus pecados. Por fin, dirigiéndose al Señor, le pide esto mismo abiertamente, pues sabe que la confesión y la alabanza son obra suya. Es puro don de Dios nuestra capacidad para esa gran obra que consiste en confesar a la vez dos cosas: acusarnos de nuestra malicia, y con ello proclamar las maravillas de su bondad y de su poder. Por eso dice: No dejes inclinarse mi corazón a palabras maliciosas, para pretextar excusas en los pecados.
Los sacerdotes, ministros de la palabra, deben proceder con mucho tacto y poner gran cuidado en conseguir que, al insinuar en el corazón de los pecadores las palabras que les muevan al temor y al arrepentimiento, lo hagan con suma delicadeza, para que no les espante la confesión. Y abrir de tal manera los corazones que no cierren sus bocas. Pero tampoco absolverán al arrepentido si no vieran claramente que ha confesado todos sus pecados, porque la fe interior obtiene la rehabilitación, y confesar con la boca sirve para la salvación. De lo contrario sería como la confesión de un muerto, que es como si no existiese. Todo el que tenga una palabra en la boca, pero no en el corazón, es un superficial o un mentiroso. Y el que la tiene en el corazón, pero no en la boca, es un soberbio o un tímido.
BETANIA
Aunque lo hago muy de prisa, no puedo pasarme de largo por la casa de la obediencia, que eso quiere decir Betania. Allí vivían Marta y María; allí fue resucitado Lázaro; allí Cristo platicó sobre los dos géneros de vida, sobre la admirable clemencia de Dios con los pecadores, sobre la virtud de la obediencia y los frutos de la penitencia. Ahora me limitaré a afirmar simplemente que ni el celo de la santa contemplación, ni las lágrimas de la penitencia, jamás podrán agradarle a Cristo fuera de Betania (la casa de la obediencia), porque consideró tan especial esta virtud que prefirió perder su vida por ella, haciéndose obediente hasta la muerte.
Estas son las riquezas que el profeta promete como palabra de Dios: El Señor consuela a Sión, consuela a sus ruinas; convertirá su desierto en un edén, su yermo en paraíso del Señor; allí habrá gozo y alegría, con acción de gracias al son de instrumentos. Estas delicias del orbe, este tesoro del cielo, esta heredad de los pueblos fieles, todo esto, amadísimos, ha sido confiado a vuestra fe y se ha encomendado a vuestro valor y a vuestra prudencia. Guardaréis fielmente este depósito celestial, si es que no os fiáis de vuestra astucia y de vuestra valentía, poniendo toda vuestra seguridad en el auxilio de Dios. Y porque sabéis que no estará el hombre firme por su propia fuerza, decís con el profeta: Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Estoy velando contigo, fuerza mía, porque tú, oh Dios, eres mi alcázar; que tu favor se adelante, oh Dios. Y añadís: No a nosotros, Señor; no a nosotros, sino a tu nombre de la gloria, para que en todo sea bendito el que adiestra mis manos para el combate y mis dedos para la pelea.
sábado, 8 de mayo de 2010
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